Es difícil ponerle palabras a las sensaciones que uno experimenta en presencia del Perito Moreno, o de los lagos preandinos de Bariloche. Es difícil, si no eres argentino. Lo venden muy bien, muy intenso, insistentes, decididos comerciantes de las maravillas que se esconden entre millones de kilometros cuadrados de pais.
Pisar el Perito Moreno, calzarte unos crampones y caminar sobre toneladas de hielo solo es superable por la suerte de avistar un desprendimiento en la punta del glaciar, ver como tras el hundimiento, crece una ola que hace subir el nivel del lago un palmo. Y todo en cuestión de segundos. El glaciar atrona desde sus entrañas, con cada bloque de hielo que avanza hacia el lago Argentina. Tomar el bocadillo, aunque sea de pan duro, sentado a una mesa en el bosque, hipnotizado por el lugar, te genera emociones únicas. Luego, cuando te llevan a las pasarelas desde donde tienes la panorámica para las postales, remiras el Perito sin ansiedad, sin necesidad de encontrar una foto que te acerque lo más posible a la lengua de la masa de hielo.
El Perito es único. Habíamos empezado fuerte en Tierra de Fuego y el Beagle, en Ushuaia, pero el Calafate nos descubrió la estepa argentina, un lugar donde vive un habitante por kilómetro cuadrado. El Moreno no es el glaciar más grande, pero si el más accesible, un cascote de hielo del tamaño de Buenos Aires. Primero vino el Perito y luego Calafate, un pueblito que crece del negocio que encontraron unos extranjos hace un siglo.
En el trekking sobre el hielo te enseñan a no patinar caminando con los crampones, te llevan entre grietas sin fondo, por caminitos hechos para el turista. Subés, bajás, disfrutas de los colores del hielo, te sientes explorador, aventurero; y al final te meten en una cueva de hielo, una cueva que sos un privilegiado en contemplar, se hizo resien hase unos dias y se la llevará el hielo, claro, en cuanto pasemos; y te rematan de sorpresas cuando te invitan a un licor con cubitos picados del glaciar, y un alfajor o dos, que te saben a gloria.
