—¿Con pastillas? —preguntó.
—Algún mes.
—¿Sin pastillas?
—Unos días.
Se despidió del médico. Tiró el recetario. Lanzó por la ventana el pastillero. Canceló la cuenta bancaria. Guardó sus dineros. Todos. En efectivo, al bolsillo. Eliminó sus vidas sociales, borró la lista de amigos. Firmó el testamento. Todo, a beneficencia. Dijo un adiós triste a su coche, blanco, viejo. Posiblemente, era el lugar donde más tiempo había pasado desde la adolescencia, durante la madurez, entre la guardería y la oficina, y luego entre el colegio y la oficina. Todos los años de su vida, la que recuerda. Renunció a sus colores, los de su equipo. Se quitó el traje. Quemó la chaqueta. Y luego el pantalón de pinzas, y los zapatos y los calcetines. Y la corbata tan horrible, la misma para ellos y ellas. Y el anillo de boda. Y el teléfono esclavo. Y los números de sus dos hijos, él y ella. Guardó sus recuerdos, más vagos cada día que pasaba, y las gafas de cerca.
Regaló todos los libros leídos. Todos menos uno, su cuaderno escolar de 1957, la Enciclopedia. Abrió la página marcada un día de colegio de cincuenta y tres años, diez meses y veintidós días atrás. Allí estaba, sobre un mapa de la maltrecha Europa social, dibujada sobre el centro norte del país vecino. La Torre. De tan grande, majestuosa. A su lado, y dibujado en carboncillo, Eiffel, don Gustave, contaba los grandes secretos de su construcción: trescientos veinte metros, mil seiscientos sesenta y dos escalones.
Caminó hasta la estación, compró un billete de ida. Sólo ida. Paseó por el andén sin humos. Oyó los ruidos de la niñez, cuando, quizá, llegó a la capital. Si no te acuerdas de algo, inventa, le había dicho el doctor. Por eso vio las viejas maletas, las gabardinas pobres, los sombreros con ala, las faldas negras, los pañuelos negros, las vidas negras de un tiempo olvidado en blanco y negro.
Tras el paso por la meseta, las montañas altas y el llano francés aún sabía leer, y leyó Gare Saint Lazare. Había estudiado el plano de la ciudad en cincuenta y tres ediciones distintas. Una por año, la que conseguía en la agencia de viajes cuando preguntaba precios. La ciudad no cambió nunca. Ni con el matrimonio, ni con los hijos, ni con su vida del montón.
¡Había ‘resoñado’ tantas veces el paseo en rojo, lápiz y rotulador en mano, sobre el dibujo de las calles…! Cuando se apeara del tren daría un pequeño rodeo para mirar escaparates en Lafaytte. De ahí, a la Ópera Ganier y, por el bulevar de los Capuchinos, hasta la iglesia de la Madeleine. Entonces, si quisiera tomar un ‘cafe au lait’ se daría el gusto en el Ritz. Para lo cual debía vestir bien elegante. Como era el caso. Y anunciar que esperaba a un viejo amigo.
Imaginó hasta el detalle un paseo desde la Place Vendome hasta las Tullerías y el Louvre. Allí, de la mano, contaría a los niños la historia de Nikè, la victoria alada de Samotracia, estatua de triunfos y navegantes con mucho más mérito que la Gioconda. De lejos. Ahora había perdido la cabeza, como la Victoria.
No había tiempo para cuadros. Y no los reconocería, supuso. Ante la Magdalena rezó y le pareció que estaba embarazada. Qué error, le dijo, y siguió camino a la Concordia. Le dolió dejar atrás el monte, Montmarte, y las historias de Toulouse Loutrec, Picasso, el Molino Rojo. En la otra orilla del río, en la isla, renunció a la catedral y al barrio Latino. Giró a la derecha. Se orientaba al instinto y pasó de largo por el Obelisco. Tomó un vino caliente en los puestos ambulantes de los Eliseos. Y una copa de champán. Francés. Se asomó al Lido. Aceleró el paso a la luz de la tarde. No tenía cabeza pero aún guardaba piernas. Rodeó el Arco de Triunfo. Buscó el Sena a olores. La humedad era inconfundible. Dejó atrás la plaza de Marlene Dietrich. Pedazo de mujer. Siguió recto. Al llegar a la esquina de la avenida de Wilson la vio. La Torre.
Aguantó las pocas lágrimas que guardó desde la niñez, uno a uno durante cincuenta y tres años. Cruzó calles sin mirar al tráfico. Caía la tarde y cuando llegó a la puerta del Trocadero ya no veía más que la Torre. Creció ante sus ojos exprimidos, desde la punta hasta los pies, inmensa, mágica, señora. Llegó a las escaleras que hacían de mirador desde los jardines y sus fuerzas le abandonaron. Se sentó en la escalinata. Desoyó el ruido de los turistas. Desenfocó la vida. Y la vio de cuerpo entero, como en su libro, el que guardaba en la mochila junto a los últimos dineros. Editorial Faro, recordó. Enciclopedia escolar de perfeccionamiento. A cargo de Emiliano…
No sabía el nombre del maestro que le había recitado en su último curso de colegio, antes del campo, de la oficina, del hogar y las familias. No lo recordaba. Emiliano Sánchez… Abrió compuertas y rompió a llorar. Lloró el resto de la tarde, hasta que el sol se fue por el cauce del Sena y la Torre cambió de colores, antes de la luz de sus bombillas. Sintió que había vivido sólo para estar allí. Sólo para la Torre y la vida del ingeniero Eiffel que, al adiós del sol, le dio al interruptor y encendió las luces de la torre nocturna.
Entonces, recitó la lección de aquella mañana de cincuenta y tres años, diez meses y unos cuantos días atrás: trescientos veinte metros, mil seiscientos sesenta y dos escalones… Se vació. Le vino el nombre del maestro Emiliano Sánchez Rodrigo. Recordó a sus padres. Recordó a sus hijos. Sintió amor, por un instante que se fue con las hojas secas de la vida que caía. Olvidó. Y murió.